Una academia de baloncesto para los niños y niñas migrantes
Comunidad
En la costa norte de Italia, los niños y niñas de familias migrantes se integran en comunidad a través del baloncesto
Se informó de esta historia en noviembre de 2019.
El trayecto en coche desde Nápoles al pueblo costero de Castel Volturno es de casi 40 minutos. Aunque pueden quedarse en 30 si quien conduce es de Italia. Pero, a pesar de la brevedad del trayecto, esta región, a menudo olvidada, parece estar a años luz de la romántica grandiosidad de la cercana costa Amalfitana.
En los años 60, la construcción hizo crecer este vecindario. Villaggio Coppola se diseñó como un destino de fin de semana para los napolitanos acomodados, pero muchos tuvieron que marcharse tras un terremoto que sacudió el pueblo en 1980 y el descubrimiento de que las nuevas residencias se habían construido infringiendo la legislación urbanística, por lo que la estructura socioeconómica de la zona se desplomó.
Aquí, entre los edificios abandonados de una utopía en ruinas, aguarda una cancha de baloncesto con su superficie tostada por el sol, levemente desmoronada, y sus tableros oxidados y desteñidos. Las vistas desde la playa son impresionantes. La vida se mantiene inmóvil, ajena a las redes de algodón que se mecen en la brisa.
Y, de pronto, la tranquilidad se ve interrumpida por un grupo de niños que se bajan de una furgoneta aparcada en las inmediaciones y se dirigen hacia la cancha. Son miembros de la academia de baloncesto Tam Tam, que han hecho de esta cancha su hogar, independientemente de que llueva o haga sol. Desde que los residentes de Castel Volturno se marcharon, la zona empezó a recibir la llegada de migrantes desplazados, muchos de ellos de Nigeria, que buscaban refugio allá donde fuese posible, a veces incluso en las ruinosas estructuras repartidas por el pueblo. La academia, sin ánimo de lucro, creada y dirigida por Massimo Antonelli, un residente de la zona, persigue el objetivo de ofrecer a los niños de la comunidad migrante una plataforma y una estructura positivas para crecer y desarrollarse. Además, la cancha es un bonito lugar para lanzar unos tiros. "Me gusta jugar aquí porque puedo oír las olas", dice Cinzia Orobor, de 12 años. "El aire es más puro aquí, junto al mar".
Para estos niños, la cancha es como un refugio, un lugar en el que pueden expresar quiénes son sin palabras, sin títulos y sin prejuicios. "Es genial jugar y afrontar los retos juntos", comenta Destiny Lawal, de 15 años. "Es algo que nos une".
En la cancha, los niños estiran en círculo antes de hacer filas para empezar los entrenamientos de lanzamiento y recepción. No es tarea fácil: los gritos y las risas solo se ven interrumpidos por el silbato del entrenador. Tras una serie de ejercicios de pases, dribles y trabajo de pies, es hora de empezar a jugar de verdad. Ahora el ambiente cambia, un aire de competitividad se cierne sobre la cancha. Estos niños y niñas van en serio. Empapados en sudor y envueltos por la brisa marina, juegan a una velocidad trepidante y solo interrumpen temporalmente el partido para celebrar alguna jugada especialmente espectacular. Los entrenadores, con las manos en las caderas, sonríen para sus adentros.
Radica cierta pureza en el baloncesto que se juega aquí, en ver el gran impacto que este deporte sigue teniendo en la gente joven, lejos de los Estados Unidos y de la compensación económica. "El baloncesto es como una familia para mí", dice desde la banda Promise Kolawole, de 13 años. La chica se detiene, quizás para recuperar el aliento, quizá para dejar que lo que ha dicho cause efecto. Sea como fuere, la pausa dura tan solo un instante. En un abrir y cerrar de ojos, se ha marchado para volver a la contienda. El partido está por decidirse y ella quiere ganar, sobre todo cuando juega contra su familia.